El Manicomio
10/09/1956

 

Pasó todo muy rápido. Durante dos días estuve encerrada en un calabozo, donde tuve que soportar las burlas y la humillación de los guardias. Apenas estaba consciente. Pensaba en Julián muerto, mi hija encima de la cama… ¡Sola! Carmencita en manos del depravado y Eva llorando en alguna celda del edificio, a la espera de un futuro nada esperanzador.

Ahora sí que lo había perdido todo. No me quedaba ni tan siquiera ansiedad.

El traslado desde mi pueblo duró casi tres horas. Encadenada, sentada en el banco de un ruidoso furgón y escoltada por dos guardias. Cuando llegamos al manicomio me quitaron las esposas y me dejaron al pie de una pequeña cama, único mobiliario de una mugrienta habitación acolchada, con una puerta de rejas que marcaría la frontera de mi nueva vida.

A través de los barrotes podía ver a un hombre gordo y fofo, aprisionado en un uniforme lleno de lamparones en el que apenas cabía, que me observaba lascivamente. Me daba igual. Estaba tan agotada que podría haber esperado en esa cama con agrado hasta que me llegara el final. No tenía ni idea de la hora que podía ser: mañana, tarde o noche. No había ventanas, hacía calor y me sentía sucia. Me dormí entre sobresaltos y pesadillas.

No sabría calcular el tiempo que llevaba en este duermevela cuando me asustó el ruido de golpes en la puerta y el chirriar de una cerradura. Entraron dos funcionarias que me agarraron con fuerza y, casi en volandas, me llevaron a un cuarto alicatado con duchas donde fui obligada a desnudarme. Me dieron un trozo de jabón que olía a pescado, me fumigaron con algo que me provocó picor en los ojos y luego cayó sobre mí un chorro de agua fría como un témpano. Grité, provocando las risas expectantes de las celadoras. Una de ellas, la más gorda, le aconsejaba a la otra que me dejara un buen rato para que me refrescara bien y se me pasara la «calentura», no fuera que me dieran intenciones de «ya sabes…». Hacían bromas sobre tijeras y sobre todo lo que se les ocurría que pudiera ofenderme. Yo no hablé. Me dieron para vestirme una bata de tela gris rugosa y tiesa y luego me llevaron a un cuarto situado al fondo de un pasillo estrecho sin luz, donde un hombre con cara de besugo disfrutó cortándome el pelo al cero.

—No queremos piojosas aquí —me dijo a modo de despedida el barbero de ojos saltones.

Luego, me llevaron a presencia del director del centro.

Cuando entramos en el despacho vi a un hombre escuálido, con gafas redondas, que esperaba sentado detrás de una mesa de madera enorme mientras leía unos folios con aparente interés. Los cuadros de Franco y de José Antonio presidían el despacho, subidos en lo alto de una vitrina, evitando mirarse entre sí. Vestido de traje, el pelo engominado peinado hacia atrás y con maneras algo afeminadas, tenía toda la pinta de lo que era, un falangista repelente de buena familia y con mucho dinero. Se ajustó las lentes. Luego, con voz atiplada y la mirada llena de asco disimulado, se dirigió a mí, mirándome con la cabeza caída y apoyada entre sus delgadas y blancas manos.

—¿Prado Gómez Pulgarín?

—Sí —contesté. La voz me sonó ronca después del agua helada.

—¡Sí, señor! —me corrigió la gorda, propinándome una patada por detrás en la pantorrilla.

—¿Natural de Azuaga, casada con Julián Márquez y madre de Lucía y Carmencita?

—Sí, señor —repetí esta vez, después de carraspear.

—Soy el director de este centro, así como el responsable de su tratamiento y estancia aquí, hasta que usted sea capaz de convencernos de su facultad para llevar una vida decente, acorde con los valores del glorioso Movimiento Nacional y la moral cristiana.

Yo asentía con la cabeza. Me dolía la patada que me había propinado la celadora.

—¿Sabe usted el motivo por el cual está aquí?

No tenía intención de hablar. Tenía claro que, aunque lo hiciera, nada iba a cambiar. No obstante, quise intentarlo. Hablé con tranquilidad, procurando no perder los nervios.

—Señor, no conozco los motivos por los que me han traído a su centro. Yo tan solo soy un ama de casa que tenía un marido trabajador y dos hijas, con los que llevaba una vida perfectamente normal, hasta que nos enteramos de lo que se traía entre manos el párroco del pueblo con nuestra hija mayor.

—Pues muy «perfectamente normal» no me parece su vida, teniendo en cuenta las consecuencias —me interrumpió el repelente, ajustándose las lentes y acercándose un papel a los ojos.

— A ver… Un guardia civil y un sacristán muertos, acuchillados por su marido, un alcalde destripado por la que al parecer y según nuestras informaciones era su amante…

—Si se refiere a Eva, ella no era mi amante —objeté—. Eva solo era la mujer para la que trabajaba. Su marido la maltrataba como si fuera un animal.

—Por favor, señora. Haga usted el favor de no ponerse nerviosa. Estamos aquí para ayudarla. ¿Entonces su marido por qué se volvió loco? ¿No sería que reaccionó así al enterarse de sus devaneos? —insistió.

—Le repito, señor, que yo no tenía devaneos con nadie. Mi marido reaccionó así al enterarse de lo que el cura le hacía a la niña. Ese miserable abusó de ella y fue el único responsable de su muerte.

—¿Está usted diciendo que el padre Antonio abusa de niños? ¿Sabe que esa es una acusación muy grave y que puede acarrearle consecuencias muy serias? Por lo que a nosotros y a la Guardia Civil respecta, el padre Antonio, en un acto de caridad cristiana, se hizo cargo del entierro de su hija mayor y puso a buen recaudo a la otra, internándola y cuidando personalmente de que todas sus necesidades fueran cubiertas. No es muy honesto por su parte querer imputarle tales delitos.

Aquello fue demasiado para mí. Gritando y fuera de mis casillas, le dije que eso era mentira, que el párroco era un miserable y un asesino, que tenían que juzgarlo y condenarlo. Las dos celadoras me levantaron y me sujetaron los brazos a la espalda, haciéndome un daño tremendo. Entonces me sobrevino el llanto. La rabia ya no me dejaba razonar. Conseguí zafarme de una de ellas, la empujé, tropezó con una silla y se cayó al suelo. La otra me golpeó con una porra en la cabeza y perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos estaba otra vez tras los barrotes. Me habían atado a la cama por los brazos con unas correas de cuero. Me dolía la cabeza y perdí la noción del tiempo. La habitación sin ventilar me ahogaba. En la penumbra, dormía y me despertaba constantemente. Me dolía la espalda, tenía hambre y una sed tremenda. No sé cuánto tiempo permanecí así. La cama estaba mojada de mis propios orines y todo apestaba. En el pasillo se oían gritos y voces monótonas, junto con alguna canción mil veces repetida. Creía que me iba a volver loca. Las pesadillas se repetían una y otra vez. Lucía se me aparecía en sueños buscando a su padre y me preguntaba dónde estaba. Era tan bonita… En mis sueños era normal, hablaba y su cara se llenaba de expresiones al gesticular. Era toda ella tan perfecta…

Despertaba y apretaba los ojos para volver a dormirme. Cada vez estaba más débil y a cada minuto tenía más ganas de cruzar el umbral para ayudar a mi hija a encontrar a su padre.

No sé en qué momento ni en qué día se abrió de nuevo el cerrojo. Las mismas mujeres venían a por mí. Me desataron y me ayudaron a ponerme de pie. Luego me llevaron a las duchas prácticamente en volandas y repitieron la misma operación. Estaba sangrando con la menstruación, pero les dio igual. Me volvieron a rociar con el fumigador y de un empujón me tiraron al suelo, donde volvió a caer agua helada sobre mí. Me dolía tanto el vientre…

Recibí una bata limpia y una especie de pañal. Una vez aseada, me llevaron de nuevo al despacho del director que, como la primera vez, tenía una desagradable expresión en el rostro.

—Buenos días, señora Gómez. Espero que la hayan tratado debidamente durante mi ausencia. Deseo que en esta ocasión sepa comportarse como una persona cuerda. No quisiéramos tener que aplicarle otro correctivo. La semana pasada intentó usted engañarme y ensuciar el nombre de un buen cristiano y, ya de paso, la honorabilidad de la Santa Madre Iglesia.

Me quedé callada. No quería volver a pasar por lo mismo. El director siguió hablando.

—Le voy a leer una carta que hemos recibido del párroco al que usted acusa de hacer «eso» con su niña.

Querido director del centro de salud mental:

Soy el padre Antonio, párroco de la población. En primer lugar, le pido disculpas por no haber sabido encarrilar a la señora Prado, feligresa de nuestra parroquia.

Tan solo quería apercibirle de que esta mujer, durante prácticamente toda su vida, ha hecho gala de un comportamiento ejemplar, hasta que, por motivos que solo Dios conoce, perdió la cordura.

Definitivamente, enloqueció. Se obsesionó al enfermar su hija y quiso buscar culpables, no dudando en inventar las historias más disparatadas. Confundió a su marido hasta el punto de hacerle cometer atrocidades, cuando la realidad es que su hija enfermó por su dejadez en el aseo personal. Como habrá podido usted leer en el informe, la niña murió a causa de una infección.

Solo le escribo estas líneas para que usted considere darle el mejor trato y el más preferente. Ya ha sufrido y penado bastante. Haga usted todo lo posible para que se cure cuanto antes, vuelva a su casa y pueda hacerse cargo de su otra hija.

Atentamente el padre D. Antonio López Reverte.

Desde ese día sabía que lo tenía todo perdido. Mi única obsesión y la razón de vivir, no fue otra que la de buscar la ocasión para fugarme y salvar a mi otra hija del depravado.

Ahora, por fin, lo he conseguido, pero ya es muy tarde. Ya está todo perdido y mi enfermedad es irreversible.

Conseguida la fuga, llegué a mi casa prácticamente agonizando, el médico, con apenas un vistazo me desahució y le aconsejó a mi hija que llamara al cura sin pérdida de tiempo para que me practicara la extremaunción. Pero como otras veces de forma inesperada, la muerte, siempre tan caprichosa conmigo, decidió darme una tregua.

Me tomé esos días como un regalo que debía aprovechar. Harta de ser juzgada por lo que nunca hice, decidí escribir este diario. Con paciencia, conseguí lo que era más difícil: que mi hija creyera en mí. Gracias a ella pude terminar la tarea.