Juan Carlos Muñoz

La historia de la abuela de Carmen es una especie de ficción que camina entre las fronteras de lo que entendemos que  separa lo humano y lo divino.

La Abuela de Carmen

Me llamo Carmen y tengo 12 años.

Con profundas ojeras y con los ojos churretosos aguanto estoicamente el interminable desfile de caras que transcurre lentamente delante de mí.

Cabezas y caras semi-conocidas que se inclinan y mueven los labios con palabras ininteligibles. Cabezas plateadas, calvas, con permanentes. Cabezas de las mas variadas formas y colores que soportan ojos de miradas furtivas. Miradas  afligidas y condescendientes  que denotan prisas, en la mayoría de los casos esquivas y desviadas hacia un lugar que de existir algo seguro que no es el compromiso.

En pie, debajo del altar del Cristo estoy ansiosa de que todo esto termine y que carguen el féretro cuanto antes para irme a casa. Necesito descansar.

Desde la madrugada del día anterior todo había sido nebuloso. El siseo de mi madre para despertarme. La noticia entre lágrimas. Las palabras esperadas desde hace tiempo. A pesar de ello el desasosiego se apoderó de mí. No sabía qué hacer ni mucho menos como actuar.

Me vestí sin prisas. Ya había vecinas en mi casa y mucho movimiento en la habitación de mi abuela. Hablaban muy bajito y mi madre llorosa y con la mirada perdida entraba y salía con ropa entre los brazos. Parecía una muñeca rota.

Me acerqué a la habitación de la difunta. Me asomé a la puerta entreabierta y pude ver como una señora le colocaba al cadáver un espejo delante de la cara lo que gracias a Dios me impidió verla. Me sobresalté cuando vi que era el espejo que me había regalado mi hermana para mi décimo cumpleaños. Pensé que ya jamás me podría mirar en él. Abrumada quise decírselo pero estaba tan afligida que no me hizo caso y actuó como si yo no existiera. Lloraba tan desde dentro que parecía a punto de partirse en dos. Sentí tanta lástima por ella que me senté a su lado y la abracé con con todas mis fuerzas.

Había muerto después de una larga agonía en la que estuvo sumida en la más profunda inconsciencia. Su dificultad para respirar la obligaba a hacer un ruido constante. Una especie de ronquido, al que mal que bien, nos habíamos acostumbrado con el paso del tiempo .

Yo tenía ahora mi habitación al otro lado del largo pasillo que conducía al salón, justo enfrente. Antes yo dormía en esa habitación con mi hermana pero debido a los ruidos mi madre decidió cambiarme.

Ya han pasado tres meses y todo ha ido a peor. Mi madre no consigue reponerse y apenas pesa 40 kilos. Estoy muy preocupada por ella porque ya no me mira. Cuando perdimos a mi padre en aquel accidente ella se rehízo mucho más rápido.

Yo desde siempre he sido su ojito derecho. Mi madre nunca pierde ocasión de darme un beso y un abrazo, siempre me sonríe y siempre está pendiente de mí. Ahora me mira con ojos vacíos, creo que ni siquiera me ve. Ni siquiera me habla. Creo que ya no me quiere y no sé que tengo que hacer.

Las noches para mí son horrorosas porque aún escucho esa especie de ronquido agónico, debo de tenerlo clavado en el subconsciente. No me atrevo a levantarme sola y mucho menos pasar por delante de la habitación. Hay noches que casi reviento por aguantarme, soy incapaz. Me imagino que de pronto saldrá y me cogerá.

Pasan más meses y decido que esto no puede seguir así. Tengo que cambiar, tengo que salir y afrontarlo. Tomo la resolución de que de esta noche no pasa.

Me acuesto temprano. Tengo los ojos como platos. Pensar lo que voy a hacer y temblar es todo uno pero la decisión que he tomado es firme. Son las tres de la mañana cuando me bajo de la cama y de inmediato empiezo a oír los ronquidos en la habitación de enfrente. Al principio suaves pero según me acerco a la puerta retumban como truenos. Es tal el temblor de mi cuerpo que creo que me voy a caer al suelo de un momento a otro. Las piernas apenas me sostienen cuando paso por delante de la puerta de la habitación. Con la luz apagada me dirijo al salón. Siento frío en la nuca pero no me atrevo a girarme y casi no puedo respirar. Levanto la mano y enciendo la luz. Me armo de valor pero sé que hay alguien detrás de mí…

Enfrente, en el mueble bar veo mi espejo, aquel que me regaló mi hermana. Siento curiosidad al acordarme de la escena de la vecina, me atrevo a cogerlo y me lo pongo delante de la boca pero no pasa nada.

De buenas a primeras siento un golpe tremendo y un grito en la habitación del final del pasillo, voy hacia allí y veo salir a mi madre que viene gritando y llorando corriendo como una loca. Mi abuela la persigue “volando” con la cara desencajada detrás de ella. Tengo que apartarme para que mi madre no me arrolle. En un acto de valentía me pongo delante de mi abuela que me traspasa limpiamente.

¡No me lo puedo creer!

Veo como se abalanza hacia mi madre y la tumba en el sofá. Con horror veo como le abre la boca y le introduce los dedos en la garganta. Pienso que le va a arrancar la lengua y salto encima de ella tirando histérica de sus pelos y queriendo arañarla pero mi abuela es un animal salvaje y ni siquiera nota mis ataques…

Mi madre vomita con desesperación  encogida por fuertes espasmos y mi abuela sigue introduciéndole los dedos obligándole  a más. Mi mama desfallece y cae hacia atrás llorando pausadamente. Mi abuela también llora y la abraza besándola y acariciándole el pelo. Ella se acurruca como una niña pequeña en su regazo. No entiendo nada. Observo como mi abuela le quita de las manos un frasco con pastillas de colores. Mi madre se deja hacer. También me doy cuenta que sostiene en la otra mano una fotografía…

¡Soy yo!

Es una foto mía con un gorro de lana rosa. Recuerdo perfectamente cuando me la hice, fue el mismo día que mi madre decidió cortarme el pelo al cero porque como se me caía tanto. Me dijo que así me nacería otra vez la cabellera rubia mas bonita de toda la ciudad. Cuando me vi en el espejo con mi nuevo gorro rosa imaginé que era verdad. También recuerdo a mi madre que se emocionó tanto de lo guapa que estaba que con disimulo entró en el probador y estuvo un rato llorando… yo la vi

Ahora tengo sueño, mucho sueño, creo que me voy a dormir. Hace tanto frío…

Mañana buscaré el gorro rosa, seguro que así mi mami volverá a quererme otra vez como antes… como siempre.